Storytelling | Jordi Santamaría | 9 marzo 2021

Storytelling | Jordi Santamaría
9 marzo 2021

Notificaciones vacías en el teléfono móvil

Las notificaciones emitidas por las aplicaciones en los teléfonos smartphones no nos ayudan a desconectar de internet. ¿El teléfono móvil puede esperar?

El reloj marcaba las doce y cinco minutos. Se dio cuenta que llevaba prácticamente una hora pasando fotos en Tinder buscando ese match que le alegrara la noche. De fondo, tenía la televisión encendida, pero no sabía ni lo que estaban echando. Cerró la app de ligar e intentó centrarse en la caja tonta. El intento duró tres minutos. Los mismos que tardó en volver a abrir la aplicación para sumergirse en la dinámica de siempre. «Uy, ya es casi la una… ¡A dormir!», exclamó en voz alta.

Se despertó, como cada mañana, con la alarma del móvil. Siempre la apagaba y esperaba que volviera a sonar tras los cuatro minutos de prórroga que él mismo se regalaba. Pasaban volando, como todo en esta vida. Últimamente, amanecía con un pensamiento recurrente: «¿Tendré muchos mensajes en WhatsApp?». Es lo primero que comprobaba. Activaba la wifi del teléfono y se preparaba para deleitarse con ese sonido que ofrecen las notificaciones. Generalmente, recibía bastantes, lo que le provocaba una leve sonrisa que le ayudaba a encarar el día con mayor alegría. O eso creía. Pero ese día no sonó nada. Ese día hubo un silencio que lo percibió como horrible.

Rápidamente fue a comprobar que la conexión funcionara bien. Y así era. Internet iba correctamente en su smartphone de mil cien euros. Con ese precio, solo faltaría, solían decirle sus allegados. Entró a otras aplicaciones para ver si tenía algún mensaje, pero nada. Ni Twitter, ni Instagram, ni Tik Tok, ni Telegram. Tampoco había recibido ningún correo electrónico. Eran ya las nueve de la mañana y no entendía nada. Llevaba media hora dándole vueltas al asunto y no conseguía entender qué sucedía. Había escrito en varios grupos, pero nadie respondía. Sentía un vacío que cada vez se hacía más y más grande.

No se había duchado ni desayunado. El reloj seguía corriendo y en diez minutos tenía que estar en la universidad. Se planteó no ir a clase. Necesitaba resolver esa situación que tanto le angustiaba. Finalmente, decidió llamar a su hermana para preguntarle si sucedía algo. Le daba cierto reparo, por miedo a parecer un adicto a las redes, pero necesitaba hacerlo.

—Dime Jorge —respondió directamente su hermana.

—¡Hola! ¿Qué tal? Oye, que te iba a decir, ¿a ti te va bien el WhatsApp y todo eso? —preguntó él aparentando poca preocupación.

—Diría que sí…lo he mirado hace cinco minutos y ningún problema. ¿Hay una caída mundial de esas o qué?

—Ah no, no. Es que como no recibo mensajes ni nadie contesta a los míos… Quizá sea algo de mi teléfono, no sé.

—Ya, entiendo. Ahora te envío uno vale…oye, te dejo que tengo una reunión. Hablamos.

—De acuerdo. Que tengas buen día. Y gracias.

La llamada no le había calmado el estrés generado. Ya debería de estar en la Uni. Llegaría tarde, pero decidió ir. Todo el trayecto en moto fue pensando en lo que estaba sucediéndole. En cada semáforo comprobaba si había recibido alguna notificación. Nada. Nada de nada. Tenía ganas de llegar a clase y hablarlo con sus amigos. Seguro que allí daría con la solución.

Abrió la puerta sigilosamente, sabedor que pasaban doce minutos de la hora. Además, tocaba, curiosamente, la asignatura de “Análisis de nuevas tecnologías”, la cual la daba un profesor bastante borde. Al entrar, todos sus compañeros y compañeras miraban fijamente a la pizarra. El docente, también. En ella, había una pregunta en mayúsculas: “¿Cómo te estás sintiendo hoy, Jorge?”.

Se quedó helado. Todavía entendía menos todo lo que estaba viviendo. Hasta que una notificación, por fin, sonó. Rápidamente, cogió el teléfono y halló la solución a todo lo que pasaba. Su hermana le había enviado un SMS.

“Espero que esto te ayude a ser consciente de todo lo que te estás perdiendo. Eres demasiado grande para que tu vida se reduzca, solamente, a un palmo de pantalla”.

Tras leerlo, Jorge desconectó los datos y guardó su teléfono en el bolsillo. Se sentó y por primera vez desde hacía mucho tiempo disfrutó al cien por cien de una clase. Incluso el maestro le pareció agradable.

Días después, aunque algo avergonzado, decidió hablar con ese mismo profesor. Sabía que le podía orientar para mejorar la gestión de la hiperconexión que sufría y que le impedía disfrutar de la vida como él deseaba.

«Cuestión de poner el foco en lo realmente importante». Con esta sentencia solía cerrar sus clases magistrales. Habían pasado diez años desde aquel episodio catártico que le ayudó a liberarse de la obsesión por Internet. Ahora, Jorge, tras varias formaciones y mucho trabajo interno a base de hábito y perseverancia, se había especializado en promover prácticas saludables digitales. Lo que él llamaba “la dieta digital”. Su propia experiencia le había permitido empatizar con las personas que sufrían una mala praxis en el uso de las redes y, además, se sentía capacitado para ayudarlas. Para él, era un bonito proceso transformador, también propio, ya que estas formaciones le facilitaban seguir disfrutando del mundo digital de una manera adecuada.

Un día, tras una de sus conferencias, se le acercó alguien del público. No supo quién era hasta que esa persona pronunció las siguientes palabras: «¿Cómo te estás sintiendo hoy, Jorge?». Era su profesor. Su profesor en mayúsculas. La persona que le dio los consejos que le habían llevado, en gran parte, a ser el que era ahora. Charlaron sobre la vida, sobre Internet y sobre ellos. Se emocionaron juntos y cerraron el encuentro con un selfi. Antes, pero, con una petición por parte del maestro.

—No lo subas a las redes, por favor.

—¿De verdad? —reaccionó Jorge sorprendido.

—Prefiero que quede solo en nuestro recuerdo. Además, estoy muy mayor y no quiero que tus seguidores te den likes por lástima —sentenció el maestro.

Se rieron juntos. Luego, se hicieron la fotografía y se despidieron. Jorge respetó la voluntad de su profesor. Por mucha ilusión que le hiciera publicar esa imagen, debía contenerse. El respeto a la intimidad era una de las bases de la buena gestión en redes. Así lo explicaba en sus sesiones y así lo recordaba cada mañana antes de mirar sus notificaciones, siempre una hora después de despertarse. Los mensajes del móvil podían esperar.

Jordi Santamaría

Director del Área Humanidad